lunes, 7 de mayo de 2018

AJ

Recién se durmió.
Me cuesta mucho todavía escribirle algo. Tampoco sabe leer, dicho sea de paso. Sin embargo, hace un par de días, mientras viajaba de regreso a casa, entendí que tengo un sentimiento que quiero dejar por escrito: le temo.
No es el temor de la responsabilidad. Tampoco me asusta no poder satisfacer sus necesidades, o dicho de otra manera, estar a la altura de las circunstancias. Es algo mucho más sencillo: la miro y me aterra todo lo que puede hacer.
No es que crea que llegue a convertirse en alguien que me causará daño (puede ser, pero eso ya lo acepto de antemano). Lo que me pasa con ella se parece más a la envidia; es mirarla e imaginar todo lo que aún no hace, y sentir con certeza que ella lo hará mejor.
Me había pasado antes algo parecido con algunas personas, pero con el tiempo había llegado a entender que daba lo mismo, porque los caminos son diferentes y mi historia, mis triunfos y fracasos, no pueden comprarse a los de nadie más. De una u otra manera, siempre me sentía el mejor siendo yo mismo, simplemente porque no existía otra posibilidad de ser yo.
Pero ella está en mi misma senda. Senda que, recién entiendo, no es mía, sino una ya trazada quizá hace cuanto tiempo. No soy, y nunca fui (¡pero sólo ahora lo entiendo!) protagonista de nada. Simplemente soy el peldaño que daba paso al siguiente peldaño, que es ella. Ella es la principal, la que tenía que estar aquí. Mi vida es para ella, mi camino es en función de ella. Es decir, todo tiene sentido ahora, y es lindo pensarlo, pero aterrador.
Veamos: en algún momento yo aprendí a hablar, y ese es un logro cerrado, no hay más detalles que agregar. Podría, quizás, aprender a hablar mejor o en otro idioma, pero el hecho de haber aprendido a hablar en cierto momento ya está, no hay una repetición posible. Me lo imagino así: cualquier acción es una chispa que estalla una sola vez, y si se mirara desde aquel lugar desde el cual puede contemplarse la realidad entera, podrías ver el chispazo, un leve momento de luz, irrepetible. Desde la segunda vez que realizas la acción, ya no hay luz, no puede verse nada; es simplemente un sonido hueco que se repite durante cierta cantidad de años y se silencia sin que nadie note que se acabó. 
La primera vez que conseguí un acorde en guitarra, brillé. Desde la milésima de segundo siguiente, tocar guitarra es irrelevante (a nivel cósmico, se entiende, a mí me sigue importando). Quiero decir que ya no hay gracia, no hay novedad, no vale la pena mencionarlo.
Es como con los chistes: son cosas de una sola vez, lo demás no importa. Una de las formas más palpables de fracaso es repetir un chiste.
¿Pero qué pasa con ella?
Pasa que cuando ella dice su primera palabra, el universo brilla de tal manera, que borra el recuerdo de mi brillo. Ya no es simplemente irrelevante que yo sepa hablar, sino que opaca el hecho de que alguna vez lo aprendí a hacer.
De la misma manera que, en el fondo, uno siempre se siente más importante que los demás (porque uno es el que cuenta la historia, no sé si se entiende; es lo que te hace pensar que la existencia de todo sólo importa porque existo yo, que no es lo mismo que pensar que todo existe por y para mí, sino entender que si yo no leo el libro, da lo mismo que ese libro esté ahí guardado, o que se queme, o que nunca haya existido), de esa misma manera, siento que ella es más importante que yo. Existo, o para ser más estrictos, importa que exista, desde que, y mientras, ella me mira.
Cualquiera de mis logros y fracasos ya están, en potencia, silenciados por ella. Incluso si ella no llegara ha hacer lo que yo hago, se sabe (y ya es una verdad, la certeza es infinita en este punto) que ella pudo hacerlo mejor, aunque no quiera hacerlo.
Ya no valgo nada, ahora sí que es cierto.
Mi hija manda. Por ejemplo, ella escribiría mejor esto.
Yo, en cuanto yo, dejaré de ser yo. Sí, es verdad, Bentué.

No hay comentarios:

Publicar un comentario